Bernardo Montagud es un hombre afortunado, porque no hay mayor fortuna en la vida que poseer una vocación y ser capaz de desarrollarla, a partes iguales, entre el trabajo y el ocio. A sus méritos como historiador, quienes fuimos sus alumnos, añadimos los de su excelente magisterio. El buen profesor explica; el gran profesor inspira. Muchos de nosotros aprendimos de él una forma de "mirar" el Arte. Más allá de los aspectos técnicos y las complejidades estilísticas, Bernardo Montagud, nos enseñó a observar, sin prejuicios ni dogmatismos, dirigió nuestra sensibilidad para pensar, analizar y sentir el Arte, ese consuelo del hombre o en palabras de Picasso, "lo que nos sacude del alma el polvo que nos deja la vida cotidiana".
La eterna curiosidad de Bernardo Montagud, su entusiasmo y su talento, lo han hecho también escritor. En concreto, me refiero ahora a esta joya que nos regala en colaboración con Fernando Boca: Cuentos de la isla. La isla es, naturalmente, Alzira, nuestro pueblo visto a través de la historia. Siguiendo un orden cronológico, cada cuento está narrado en primera persona por su protagonista, un niño o niña que nos habla, en realidad de la "intrahistoria". Esos niños asisten con mirada natural, a la vez que perpleja, al desarrollo de acontecimientos históricos que marcan sus vidas cotidianas y las de sus familias. Vemos reflejado el devenir de la historia en los destinos de personas corrientes y humildes, con sus penas y alegrías.
Estos relatos no rehúyen la verdad de las cosas y su crudeza, porque su autor narra con la desapasionada imparcialidad del historiador y, al mismo tiempo, el escritor trata a sus personajes con la benevolencia y la comprensión de quien conoce la naturaleza humana. Ante nuestros ojos, vemos pasar, junto a los lugares de nuestra ciudad y su paisajes, todo aquello que es más representativo de cada época de nuestra historia, los cambios en las costumbres, la evolución del lenguaje, los nuevos inventos, las guerras, las ideas. Todo ello con innumerables detalles acerca de los oficios, las labores del campo, los utensilios etc.
Es muy de agradecer que el autor nos haga el honor a sus lectores de usar un lenguaje culto, sin concesiones. Los términos más especializados están utilizados con sabiduría y precisión. El estilo es directo cuando es necesario y siempre, evocador y sobriamente poético. Sin ñoñerías ni sentimentalismos tan de moda, estos cuentos nos conmueven, nos hacen reflexionar y, en ocasiones, reír. Las acuarelas que ilustran el libro, con paisajes y escenas, tienen toda la magia y la gracia que cabe siempre esperar en el estilo de un artista como Fernando Boscá, en el que prima siempre un misterio tan delicadamente personal y genuino.
Es este un libro muy recomendable para aquellos padres que quieran introducir a sus hijos desde once años, en el mundo de la historia a través de la ficción. Personalmente, estos cuentos me han hecho desear recorrer de nuevo algunos lugares, descubrir otros y averiguar por ejemplo, si en verdad el botánico Cabanilles se accidentó en la Murta, si existe un retrato de Bernardeta con coletas de Sorolla o si el doctor Candell palideció ante la parturienta. (Esto último debe de ser un rumor insidioso; Miguel Candell nunca puede haber palidecido ante nada).
María Garrido