De Antella a Gavarda, de Sumacàrcer a Beneixida i Alcàntera, todo es hidráulico, fluvial, fluido. Por el agua han vivido y por ella han muerto más de una vez, para luego reinventarse. La última un 20 de octubre de hace ya treinta años a arqueología industrial es una actividad melancólica que contempla las pálidas ruinas de lo que fueron emporios, pero la fluvial es muy distinta, el Xúquer tiene el humor variable de una diva del bel canto: arrasa y sutura, muerde y lame, arrastra y rellena. Ya los árabes trasladaron caseríos y pueblos enteros a cotas más altas. En la rotonda del pont de ferro que señala el camino a Càrcer (un tipo de puente que se repite en las más diversas encrucijadas de La Ribera), corren juntos (pero no revueltos) el río y la Sèquia Reial, y sobre una colina situada un poco más atrás, está el nuevo pueblo de Gavarda, y un poco más adelante, la vieja Gavarda, y luego Antella y su azud, la toma del canal que suministra agua de boca a Valencia.
El calor del veranillo de San Miguel no ha paralizado las higueras, que acumulan colmenillas de dulzor bajo su sombra negra. Ni el ruido del dominó en el bar donde aguantan los últimos mohicanos. Recorrer la vieja Gavarda, su cuerpo mutilado, los huecos de su ser de ausencias, las casas desaparecidas que se expresan en los solares donde aún viven memorias y deseos agarrados al suelo cerámico de un fantasma de habituación, de un esquema de cocina. Como si fuera una Pompeya sepultada por la cenagosa erupción de la pantanà, recorro las amplias mellas urbanas que van cubriendo piadosas bardas de ciprés y algún pimpollo, juego a arqueólogo sobre un pavimento de minúsculas losetas con animales. El umbral de una casa en pie recoge en sus azulejos (como si quisiera afirmar algo) las maravillas del Mundo Antiguo.
También los vecinos de Antella repitieron piedra a piedra la Casa de les Comportes que la pantanà se llevó (con tres siglos a cuestas, las compuertas de madera y herrajes, siguen allí, como elemento decorativo). Y la potente torre árabe, que comparte cielo con el campanario de la iglesia, deja pasar, a horcajadas, el caudal de la acequia de Antella (se accede a través del comedor de una casa particular). Agua y un azud construido (dicen las crónicas) por el mismo Jaume I, y con unos sillares zarandeados y repuestos mil veces. En ese azud está una de las playas fluviales más divertidas del país, donde los bañistas comparten espacio con las piraguas (hay un club de piragüismo) y unos patos que desconfían lo suyo de los bípedos implumes. Agua y la Casa del Rei, que se llama así porque reunía a los síndicos de la Sèquia Reial, señores hidráulicos que, a principios del siglo XX, ya habían descubierto la bañera y el placer de las abluciones. Emili Piera.
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