• Al principio no lo identifica pero su gesto se congela al caer en la cuenta. Su mamá, ¿llorando?...
Al llegar a casa después del colegio, Alberto no solía saludar a su mamá sino que la abordaba con una retahíla de acontecimientos sucedidos en la escuela que narraba con una pasión desbordada. Tal era su entusiasmo que se le llegaban a acumularlas palabras en la boca porque sus narraciones eran, más bien, avalanchas de ideas, y su madre reía cada vez que se trababa. Ella se dejaba embaucar por sus ojos abiertos como ventanas, que a través de sus gafas de pasta verdes oscuro, hilvanaban una mirada de la que le resultaba imposible zafarse. Él no permitía que se le escapara ni un detalle, y si ella dirigía su atención, aunque sea por un instante, hacia el rumor lejano de la televisión, él agitaba sus brazos rechonchos y se volvía a hacer gigante. Así discurrió quinto de primaria. Pero el sexto curso está siendo muy diferente, y a Alberto no le gusta. De hecho, quiere que termine cuanto antes. Al principio le hablaba a su mamá de dos compañeros nuevos, pero no lo hacía con el mismo ahínco que llevaba cautivando a su oyente en directo y en exclusiva durante años. Ahora ya apenas le cuenta nada, no le apetece hablar de la escuela, y cuando lo hace, su voz sale a rastras y a su madre le recuerda a cuando al muñeco de Buzz Lightyear parlanchín se le acababan las pilas. “Mamá, ¿tú crees que estoy gordo?”, le pregunta a veces en voz baja. No se atreve a mirarla cuando se lo pregunta y sólo levanta la mirada hacia su madre cuando sus respuestas acaloradas le convencen. Aunque sea un poco. Su madre aparece en la habitación de Alberto muy a menudo últimamente, y con delicadeza aparta el cocodrilo de peluche que preside su cama y se sienta a su lado. Le acaricia el pelo, fino y rubio, y luego le da un beso en la coronilla. Normalmente, Alberto ya tiene los ojos muy rojos cuando ella entra en su cuarto, y tras el beso es cuando advierte la primera lágrima deslizarse moflete abajo hasta precipitarse por su barbilla abombada y terminar haciéndose añicos en su regazo. Ella no puede verlo, así que dirige su mirada hacia cualquier otro sitio, como la ventana que da al parque donde bajan ambos a leer, el puzle mapamundi de quinientas piezas que completó él solo un domingo por la mañana o la colección de banderas europeas que cuelga del techo. En cambio, Alberto mira hacia abajo y trata de ver la luz tras los cristales empañados de sus gafas. Pero un día lo escucha. Sentado al borde de la cama con la cabeza gacha y examinando sus muslos, oye un sollozo. Al principio no lo identifica pero su gesto se congela al caer en la cuenta. Su mamá, ¿llorando? No cambia de posición, no mueve ni un músculo. Ni siquiera respira al escuchar el ligero llanto de su madre como la canción más triste que ha escuchado nunca. Más triste incluso que aquella balada mexicana que le tuvo llorando durante tres días, en los que su madre le consolaba mientras él se percataba, perspicaz, de la risa divertida de ella. Él es un niño, tiene derecho a llorar, pero ¿su mamá? No, jamás lo permitiría. Así que al día siguiente se levanta para ir a la escuela, y antes de salir del baño, se detiene ante el espejo y se observa atentamente. Y se concentra. Su pelo es rubio, no es de alemán, ni de guiri, ni de bicho raro, que dicen. Su cara es regordeta, puede ser, pero no es, ni mucho menos, una sandía ni un balón de baloncesto, que dicen. Sí, tiene los mofletes rojos, pero mejor será eso que estar pálido como un muerto, ¿verdad que sí? Asiente ligeramente. ¿Y sus gafas? Pero si están chulísimas, nadie más tiene unas igual, y no son de paleto, como dicen ellos, ¡sino de científico! De pronto acude a su cabeza cada respuesta de su madre a lo que él llama sus preguntas difíciles; cada frase y cada palabra. ¿Cómo no voy a creerla a ella antes que a nadie? Sigue observando el espejo y se mira a los ojos. Y aunque Alberto no lo ve, su mirada se afianza y despide un destello de amor propio y orgullo cuando se promete a sí mismo no volver a empañar los cristales de las gafas. Al mismo tiempo, ella se seca la lágrima con un grácil movimiento de manos antes de que su hijo la vea detrás de él, reflejada en el espejo, y sonríe.