Azorín y Unamuno en la crisis de la Monarquía
Los grandes escritores del primer tercio del siglo XX buscaban una nación de ciudadanos
Hace algo más de un cuarto de siglo, cuando el hispanista canadiense Víctor Ouimette recogió en «La hora de la pluma» los artículos escritos por Azorín durante la Dictadura y la II República, pudimos descubrir cuál había sido el comportamiento de un escritor del 98 en la culminación de la crisis de España del primer tercio del siglo XX.
Su accidentada carrera política, sus demasiado frecuentes cambios de lealtades personales y su resignada aceptación de la censura en la edición de sus «Obras completas» llevaron a asignar al escritor alicantino una actitud más pusilánime que conservadora, más oportunista que prudente, más acobardada que reflexiva. La evolución de los hombres que cumplieron su madurez intelectual en aquellos años, como bien lo indican las trayectorias de Ortega, Maeztu, Baroja o del propio Azorín, confirma que el talento es insuficiente y se necesita algo más para orientarse en años de infortunio no solo con honestidad, sino también con lucidez.
De todos ellos cabe decir, sin embargo que sabían muy bien que España era tanto un impulso hacia el porvenir como una sólida conciencia de esfuerzo común y trayectoria compartida. El hilo conductor que los vinculaba pasaba por un patriotismo sin complejos y por el deseo de proporcionar a un pueblo fatigado el sentido de convivencia posible y la esperanza de su realización material y espiritual en la Europa moderna. Esa generación se aproximaba a la catástrofe, pero lo hacía con un proyecto nacional a flor de piel. El inmenso trauma de nuestra guerra civil consiste, precisamente, en la ruptura prolongada de lo que debería haber sido el lugar de encuentro, el terreno de alta densidad intelectual que diera forma a una nación cuya brillantez cultural y creativa frenaría en seco la sangría de 1936, a uno y a otro lado del campo de batalla.
El Azorín que escribe en los meses últimos de la monarquía es un hombre fascinado por el empuje de la juventud, en especial de los universitarios que han entregado a Ortega, en 1929, un manifiesto en el que reconocen su magisterio y solicitan su liderazgo. El atractivo de la juventud prendía en todos los intelectuales, aunque algunos advirtieran de los riesgos de atribuir la relación inmadura de los recién llegados un hálito de superioridad moral. Un peligro que estaba ya manifestándose en toda Europa, en el radicalismo excluyente del fascismo y el bolchevismo. A los jóvenes, Azorín prefiere llamarlos «hombres del porvenir», aconsejándoles la mesura y la búsqueda del apoyo de quienes, con más experiencia y mejor perspectiva, habrán de hacerse cargo de las reformas que precisaba España.
Guardándose mucho de faltar al respeto a Alfonso XIII, Azorín lamentará la ruptura por la monarquía de la idea española de poder, la que había mantenido a los reyes al frente del Estado. Como señala la tradición política antimaquiavélica de nuestro país, el Príncipe recibe su poder de la comunidad y su gobierno solo debe ser aceptado si se ejerce de acuerdo con el bien común. El intento de acabar con esa línea de legitimidad destruyó la idea misma de Monarquía, cuya autoridad dimanaba del permanente respeto a la libertad de los españoles. El autor de este texto es Fernando García de Cortázar. Leer noticia completa y ver hilo de debate en abc.es.
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