A las nueve de la noche, Kate descubrió la bohemia flamenca de casualidad por su intercambio, que la arrastró a un bar con un patio donde cantaban de jueves a domingos los músicos gitanos y bailaores de la ciudad.
A las diez de la noche estaba con un vaso de whisky y cola cuando se le acercó un gitano de ojos salvajes que la rodeó en un abrazo de pachulí para derribarla con palabras dulces que salían de labios duros con aroma a tabaco.
Kate podía sentir las palabras en su mejilla que salían calientes de su boca con ese acento tan difícil de entender.
A las once ya estaba sentada tocando palmas con el gitano, que tenía una voz quebrada y una risa feroz.
Algunas gitanas la miraban con celos, agrupadas todas en una esquina, con sus faldas hasta los tobillos y murmuraban con malicia.
A las doce el gitano la quiso llevar a otro sitio, pero Kate lo dejó para volver a la residencia con las demás estudiantes.
A la una el gitano encontró a otra americana, mientras Kate, en su colchón, daba vueltas sin dormir, con la respiración rota, sus ojos brillantes y sus labios rojos como la sangre.
Por la ventana las luces de la ciudad se colaban insistentes para mantenerla despierta.