Chestnut Grove | Relato literario de Eva Borondo
“… derribaron dos mandamientos y un pecado capital con un incontrolable frenesí que duró pocos minutos”
Cuentan los viejos de un pueblo irlandés cercano a la Abadía de Chestnut Grove, la historia del prisionero Jacob que, a mediados del mil ochocientos, conmutó su condena de trece años por una estancia de diez, formando parte de los hermanos de la orden.
Dicen que llegó una noche secretamente, custodiado por guardianes, y que tuvo una primera y única entrevista con el Abad, quien le advirtió de las normas obligadas, de los rezos diarios y de su oficio en la limpieza de jardines y del refectorio, antes de acompañarlo a una celda para dormir.
Jacob empezó allí su condena. Conoció entonces al hermano Gabriel, pinche de cocina y encargado del huerto, que le enseñó el perfume de las flores, el sabor de las habichuelas crudas y la maduración de los tomates.
Gabriel contemplaba cómo Jacob le ayudaba cubriendo sus manos de tierra oscura y blanda, desgarrando zanahorias con el crujir de raíces y llevando cestos de manzanas al almacén.
Una tarde de verano, Jacob y Gabriel, bajo la sombra de un castaño, tomaron fresas templadas, jugosas, y derribaron dos mandamientos y un pecado capital con un incontrolable frenesí que duró pocos minutos. Después, Gabriel huyó avergonzado a la iglesia y se postró a los pies del altar en un llanto terrible sin consuelo. Ya no quiso saber más del prisionero y se encerró en su celda sin comer ni beber durante días, intentando purificar su alma del ardiente amor, infierno en vida. Confesó y se llevaron a Jacob de nuevo como reo a la cárcel.
El monje no logró jamás reponerse, pero al cabo de tres años ya pudo ocuparse del huerto donde las frutas y verduras descoloridas habían perdido el sabor antiguo debido a la salinidad de la tierra. Los viejos cuentan que se debía a que Gabriel lloraba siempre al atardecer, junto al castaño y que las raíces que sobresalían del suelo, hacían de tuberías conductoras llevando el mar lacrimoso en una especie de regadío de lamento.
A los trece años, un nuevo hermano entró en la abadía, ¿Jacob? No se sabe con exactitud porque los viejos irlandeses que relatan leyendas frente a pintas grandes de cerveza, llegados a este punto suelen cambiar de conversación y nunca terminan la historia.
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