Era francés, rubio y muy guapo, a pesar de que tenía una nariz bastante grande. Para ella ese era un rasgo de masculinidad.
Cuando entró en la sala para interrogarlo, la joven policía pensó que se pondría de pie o que, al menos, nervioso, se sentaría erguido en el asiento, pero eso no pasó. Mientras ella revisaba los papeles y se sentaba junto a él, el hombre la miraba sonriente, tranquilo desde su silla.
Ella carraspeó para conseguir el tono severo en el inicio del turno de preguntas y, tras mirar la ficha, que tenía las huellas recientes de tinta, comenzó por su nombre.
Jacques contestaba sin pronunciar palabra, con sonidos que emitía con la boca cerrada, con una pierna formando un triángulo sobre la otra y echado en el respaldar del asiento.
Le cogió el bolígrafo y se lo metió en la boca. ¡Qué ridículo! Le sobraba seguridad en sí mismo. Intentaba seducir a la policía con un gesto que le parecían más estrategias de mujer.
Durante todo el interrogatorio ella se mantuvo firme, cerró la ficha y salió fuera a tomar un café mientras esperaban al abogado de Jacques.
- ¿Quiere un café?
- Sí, gracias.
Y ella cerró la puerta para dirigirse nerviosa a la máquina de café.
Volvió a entrar y descubrió la maldad en sus ojos. Quiso salir de la sala, pero él la detuvo con la pregunta: - - ¿Nos vamos fuera?
La mujer llegó a la puerta y con su café en la mano le dijo: “No, encanto, tú te quedas aquí hasta que llegue tu abogado”.
La ficha no decía ni la mitad de lo que había visto en sus ojos.