Atravesé media ciudad con la creencia firme de que Dios no existía. Al menos para mí. De existir, no hubiera permitido que perdiera mi cartera con 1500 euros y todas las tarjetas de crédito en su interior. Era todo mi efectivo, y ahora no podría comprarle el anillo a mi novia, ni pagarle los 1450 euros al que me vendió el televisor 3D.
Pero Dios, además de no existir, es mala persona. ¿Por qué si no vuelca todo su poder y omnipotencia sobre otros, cruzándolos en mi camino, regocijándose en mi desgracia? Porque ése fue el caso del mendigo que solía pedir en la puerta de la iglesia; a mi paso lo vi almorzando a través de la cristalera de un restaurante nada despreciable. Y qué me dicen del que vende pañuelos en el semáforo, estrenando cazadora y botines de marca; o el mimo de la esquina que está junto a mi casa, que ya no estaba, y eso era señal de que había ido bien la recaudación aquella mañana.
Pero, ¿para qué sirve Dios si no es capaz de encontrar mi cartera? Deberían despedirle por incumplimiento de contrato o darle la jubilación anticipada, porque si va a permanecer tan impasible hasta el día del juicio final, mejor darle una paguita y mandarlo a un viaje del Inserso, que ya tiene sus añitos.
El caso es que todo en esta sociedad tiene su sentido, todo el mundo tributa, menos Dios, que es el único que no paga impuestos, ni existe ningún órgano colegiado que fiscalice su gestión. Después nos quejamos de los privilegios de la clase política, pero… ¿y Dios? ¿No vive como un Dios sin dar nada a cambio ni hacer bien su trabajo…?
Llegué al portal de mi casa, malhumorado por la terrible injusticia que azotaba al mundo, porque… ¿quién no ha perdido la cartera alguna vez?
En el rellano me topé con un cura. Allí estaba, de pie, con sotana negra y todos sus complementos a juego. Pero lo más sorprendente fue ver mi cartera en su mano derecha. La elevaba solemnemente, sonriendo.
- Hijo mío, ¿la has extraviado? —preguntó con voz celestial.
- ¡La ha encontrado! —me alegré.
- Sí, la entregaron esta mañana en la parroquia.
- Muchas gracias, al menos recuperaré la documentación —le dije a sabiendas de que en su interior no estaría el dinero; porque nadie entrega una cartera con dinero dentro, ¿no?
Al devolvérmela fui directo al billetero. Me sorprendió comprobar que había dinero en su interior. Conté 1200 euros, y las tarjetas de crédito estaban todas. Pero también faltaba el preservativo y el calendario de la rubia tetona.
- Que tengas un buen día, hijo mío ¬—se despidió sin dejar de sonreír.
- Espere —lo retuve antes de que llegara al primer escalón.
- ¿Puedo ayudarte en algo más?
- Sí, oiga. ¿No le parece que hay algo extraño en todo esto?
- ¿Extraño? Deberías estar agradecido al Señor por haber encontrado tu cartera.
- Sí, sí, dele recuerdos de mi parte. Pero explíqueme un cosa que no entiendo.
- Dime.
- Pues verá… Si un ladrón hubiera encontrado mi cartera, podría devolverla, sí, pero le aseguro que sin dinero ni tarjetas de crédito. Por el contrario, de tratarse de alguien honrado habría devuelto hasta el último euro. Luego, ¿qué razonamiento tiene que sólo falten trescientos euros?
El cura me taladró con la mirada. Frunció el ceño. Permaneció circunspecto durante algunos segundos. Después, caminó con lentitud hasta llegar a mi encuentro, posándome la palma de su mano sobre mi hombro, dedicándome una sonrisa que tornó con avidez en una tímida carcajada. Cuando se aplacó me dijo:
- Hijo mío, eso es el impuesto de Dios.
Alonso Medinilla