Si alguien tenía todavía dudas sobre el golpe de Estado militar que derrocó al presidente Mohamed Morsi el pasado mes de julio, ayer quedaron más que definitivamente despejadas de la forma más sangrienta y brutal posible. Egipto está repitiendo el guion que conoció Argelia hace 20 años, cuando el Ejército interrumpió violentamente entre la primera y la segunda vuelta las elecciones democráticas que iban a dar la victoria al Frente Islámico de Salvación y abrió las puertas del infierno de una guerra civil que costó al país magrebí más de 150.000 víctimas mortales.
La responsabilidad por la matanza de ayer es fundamentalmente de las autoridades que han ordenado el levantamiento a sangre y fuego de los campamentos instalados por los Hermanos Musulmanes en sendas plazas de El Cairo, donde han exigido la imposible devolución de la presidencia a quien hizo todos los méritos para perderla tras obtener el aval de las urnas. La cofradía islamista buscaba la confrontación más violenta posible con el Ejército, una vez perdido el poder que no supo gestionar, pero era responsabilidad del Gobierno interino y de los militares evitar la provocación de los partidarios de Morsi, dispuestos al martirio en reivindicación de su líder.
La guerra civil no enfrenta tan solo a conciudadanos sino que divide y obliga a tomar partido, en muchos casos con gran disgusto, por el bando que representa el mal menor. Esto es lo que está sucediendo ahora con los sectores laicos que promovieron la revolución contra Mubarak y de forma todavía más cruda con la minoría cristiana copta, perseguida y culpabilizada por los Hermanos. Al final, entre el Ejército y el islamismo radicalizado y violento no queda espacio para que nadie respire. Leer artículo completo en elpais.com. Leer todas las noticias relacionadas con el conflicto.
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