El tiempo de una hija | Relato literario de Eva Borondo
“Ambas miran al frente, pero no al grupo de palomas que picotean las semillas que ha derramado un viejo bajo sus pies…”
Estaban sentadas en el banco de un parque cercado de un barrio de ciudad. Madre e hija manteniendo una misma postura heredada durante siglos. La espalda arqueada y la mano derecha sosteniendo la barbilla que pierde la vista al frente, mientras el codo se clava firme en el muslo. En cinco minutos enrojecerá la zona e inevitablemente madre e hija alternarán el otro codo que se hundirá en la pierna izquierda.
Ambas miran al frente, pero no al grupo de palomas que picotean las semillas que ha derramado un viejo bajo sus pies, ni las que tiene sobre sus hombros. Tampoco miran las arrugas de la cara cuando sonríe en el instante en que un pichón le ha picado una oreja.
Madre e hija desvían la vista en la misma dirección, después de un silencio incómodo y acostumbran por ello a elevar la cabeza unos grados y a lanzar la vista al lugar visible más lejano con al menos un sujeto móvil que les haga distraer la incomodidad que sienten.
Unas palabras que no son nada, pero que a la madre le parecen tan importantes en la boca de su niña. Quiso saber qué había comido hoy y Lucía le dijo que “sopa de maní”.
La madre desconocía lo que era una sopa de maní y fue un instante sólo de preocupación que no hubiera durado más de un segundo, sin embargo se unió el hecho de comprobar poco a poco que su hija tenía un acento particular, muy parecido al que tiene Rosana, la cuidadora boliviana de su hija.
Marta lamenta no pasar más tiempo con Lucía y teme perder su amor, ahora compartido con la cariñosa y dulce Rosana, atenta, protectora de la niña.
La madre no quiso que Lucía apreciara su miedo, pero era demasiado tarde. La vio triste y, de repente, el silencio.
Siempre ha sido así, de madres a hijas en su familia, cuando hablaban de algún tema que les producía cierta incomodidad, vergüenza o tensión. Callaban y luego el gesto de la cabeza y la vista perdida.
Marta también lo recordaba de su madre y, descubriéndolo en su hija, le hizo sentirse orgullosa y feliz.
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