Espanta el nivel de deshumanización que requieren ocho soldados para asesinar a sangre fría a una veintena de jóvenes en Tlatlaya, y para que policías municipales capturen, maten y calcinen a 43 estudiantes en Iguala (hasta ahora se han encontrado 28 cadáveres en espera de ser identificados, pero ya hay una confesión de por medio).
El horror dantesco que provocan estas recientes masacres en el Estado de México y en Guerrero tienen en común que han sido perpetradas por autoridades. En ninguno de los dos casos estamos hablando de una represión sangrienta provocada al calor de una manifestación que se sale de control. No son policías agredidos que a una bomba molotov o una roca responden con una bala. Se trata de ejecuciones sumarias contra víctimas desarmadas y sometidas.
Los resortes de crueldad y bestialidad que entrañan matanzas de esta naturaleza hacen pensar, toda proporción guardada, en el salvajismo de las ejecuciones serbias en Kosovo, de tutsis y hutus en Ruanda o en las cámaras de gases nazis en los campos de concentración. No en la escala obviamente; los casos citados involucran a miles de víctimas y constituyen genocidios en toda la línea. Pero sí en las pulsiones emocionales y psicológicas por las que pasa un verdugo para prestarse a una ejecución multitudinaria.
Peor aún, en Ruanda, en la Alemania nazi o en la guerra en los Balcanes había un componente de odio étnico que de alguna manera llevaba al ejecutor genocida a justificar su salvajismo: se trata de un acto de identidad con los suyos y en contra de los otros, de aquellos que pertenecen a una raza distinta, despreciable y amenazante.
En las matanzas de Tlatlaya e Iguala de las últimas semanas, en cambio, no tenemos la posibilidad de echar mano de pretextos étnicos para intentar explicar lo inexplicable: ¿por qué un ser humano se vuelve en contra de su vecino y es capaz de tal atrocidad? Los policías de Iguala asesinaron a muchachos de la región que podían ser sus hijos o los de sus amigos. Los soldados que fusilaron a pobladores de Tlatlaya pertenecen, igual que sus víctimas, a la carne de cañón de la guerra en contra del narco. Los fusilados eran moradores locales atrapados en los negocios de los cárteles de la droga, dedicados al trasiego de poca monta y a desempeñarse como mano de obra en los laboratorios clandestinos.
La deshumanización que hay detrás de estos actos es, a mi juicio, el residuo tóxico de la guerra sucia y clandestina conducida por el Estado mexicano en los últimos ocho años. En el camino terminó pervirtiendo a sus propias fuerzas de seguridad. El gobierno de Felipe Calderón (2006-2012) y ahora el de Peña Nieto decidieron emprender una batalla implacable en contra del crimen organizado, al margen de la legalidad. Cien mil muertos sin que existan los procesos judiciales correspondientes dan cuenta de un enfoque más cercano al exterminio que a la aplicación del derecho y la justicia. Leer noticia completa y ver hilo de debate en
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