Flor de la melancolía | Relato literario de Eva Borondo
“Hoy, cuando la enfermera me ha sacado al jardín, unas flores de jazmín se han abierto y su perfume me ha recordado el baile de mi pueblo, al que acudí con dieciséis años a escondidas de mi madre”
Los días de primavera me traen siempre sensaciones de tiempos mejores, como si al respirar el aire caliente, ese que roza la piel con ternura, pudiera recordar momentos que en realidad no han pasado. Y me pregunto si es que han pasado y no los recuerdo, que también puede ser. Los siento como vividos, pero no puedo traer a la mente la imagen de esas experiencias.
¿No os ocurre a veces que un olor o un instante mezclado de colores, olores y brisa caliente despierta algún recuerdo escondido del que sólo podéis identificar la sensación de bienestar, pero nada más?
Otras veces sí, me parece revivir de nuevo un delicioso momento que recuerdo con exactitud y entonces no siento la tristeza que produce tener tan mala memoria.
Hoy, cuando la enfermera me ha sacado al jardín, unas flores de jazmín se han abierto y su perfume me ha recordado el baile de mi pueblo, al que acudí con dieciséis años a escondidas de mi madre.
Teresa y Marta me esperaban detrás del corral, sin parar de hablar, con sus vestidos nuevos.
Yo sólo quería acompañarlas un rato, pero en la entrada de la calle, la música y los farolillos me atraparon.
La luz de media tarde me invitaba a quedarme y las caras de la gente del pueblo, alegres, cantando, comiendo y bebiendo, me rindieron.
Unos niños jugaban al escondite y otros chicos mayores fumaban en grupo, muy erguidos, retocándose las mangas, moviéndose el cuello de la camisa y alisando sus chaquetas.
Teresa y Marta querían entrar en el salón de baile y yo también lo hice.
La música era dulce. Se cantaban amores inconfesables, amantes abandonados, niñas bonitas y las dos amigas bailaban con sus novios.
Una voz en mi oído se alzó por encima de la música y provocó un temblor gigante en mi interior. Me di la vuelta para ver una cara desconocida. Un chico de fuera, que traía un clavel en la solapa y me invitó a bailar.
Su mano áspera cogió la mía y con la otra me agarró la cintura con delicadeza.
Bailamos en una especie de fuerza magnética que nos mantenía unidos y que ninguno quería romper.
Las horas pasaron sin darnos cuenta y llegó la noche.
La única persona que podía arrancarme de allí en ese momento era mi madre. Ella apareció, me dio una bofetada y me manchó el vestido de sangre.
Me obligó a volver a casa y tuve una noche de insomnio.
Días más tarde supe que el chico era de Madrid, que había venido de visita para conocer a la familia del pueblo. Nunca más lo volví a ver.
Y es hoy, que es primavera, que pica el sol y que me da por pensar con este aroma a jazmín, que me acuerdo de él. Pero no ha sido el solitario jazmín, sino la mezcla de su flor y una mata de clavel rojo que está empezando a brotar hoy, mientras el tiempo sigue pasando para mí, sin el sentido de antaño.
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