La arqueología como daño colateral
La propia dinámica de la guerra conduce muchas veces a que se destruya o dañe edificios históricos, museos, obras y yacimientos
Son tiempos turbulentos para los vestigios del pasado, especialmente en Oriente Medio, cuna de la civilización. Sufren las momias, las viejas ciudades mesopotámicas, como Ebla, y las caravaneras (¡tanques en la rosada Palmira!), las centenarias mezquitas y los castillos de los cruzados —el níveo y vertiginoso Crac de los Caballeros, que fascinó a Lawrence de Arabia, ha recibido un cañonazo de la artillería siria—, y se malogran los yacimientos que aún deberían seguir dando frutos.
El patrimonio y la actividad arqueológica son las víctimas más silenciosas de la guerra y sus daños colaterales generalmente menos tenidos en cuenta. Sin duda es lógico: en los conflictos bélicos, revueltas armadas y revoluciones el sufrimiento y la muerte de personas dejan en segundo término cualquier otra consideración; ninguna joya del pasado vale lo que una vida humana. Dicho esto, la destrucción que provocan las guerras en términos de cultura material es espantosa y nos empobrece a todos como especie. No es nada nuevo. La guerra históricamente —aunque a veces ha ofrecido una paradójica oportunidad, como en el caso de la expedición de Bonaparte a Egipto, que prácticamente alumbró la ciencia de la egiptología—, se ha ensañado con el patrimonio del pasado: los monumentos, obras de arte y otros vestigios de la antigüedad han padecido siempre de manera dramática, como si el segundo jinete del apocalipsis, la guerra en su caballo rojo, se solazara con la destrucción de la belleza y el conocimiento para imponer su terrible estética de armamento, banderas y ensangrentados campos de batalla.
Recordemos sucesos tan notables como el bombardeo del Partenón, convertido en polvorín por los turcos, por parte de la flota veneciana del almirante Morosini en 1687, que devastó el templo, o la destrucción con artillería y cohetes de los grandes Budas de Bamiyán por los talibanes en 2001 durante el largo conflicto de Afganistán.
La propia dinámica de la guerra conduce muchas veces a que se destruya o dañe edificios históricos, museos, obras y yacimientos. Raramente los militares modifican sus planes y acciones por argumentos patrimoniales. César no pensó en el daño que podría causar a la Biblioteca de Alejandría, y a la posteridad, incendiando el puerto. Ni los alemanes, atrincherándose en ella ni los Aliados, bombardeándola en 1944 hasta arrasarla, mostraron ninguna consideración por la vieja y venerable abadía benedictina de Montecasino, una sola de las muchísimas maravillas destruidas en la Segunda Guerra Mundial. Tampoco las tropas estadounidenses dejaron de acampar sobre las ruinas de Babilonia, junto al palacio de verano de Sadam Husein, y los pesados Abrams marcharon sobre los pavimentos milenarios como émulos de los carros de los medos. El autor de este texto es Jacinto Antón. Leer noticia completa y ver hilo de debate en elpais.com.
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