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La arquitectura del incierto futuro
Hugh Broughton ganó el concurso para construir la nueva base británica en la Antártida
“No creo que sobrevivamos otros mil años sin escapar de nuestro frágil planeta”, dijo el pasado 16 de abril el físico y cosmólogo británico Stephen Hawking en una conferencia en Pasadena (cerca de Los Ángeles). Al hilo de esta reflexión, otro británico, el arquitecto Hugh Broughton (1965), acaba de dar algunas respuestas a una pregunta recurrente: ¿cómo se las arreglará el ser humano para vivir en condiciones extremas, quién sabe si en el espacio exterior?
La estación de Reino Unido Halley VI, proyectada por su equipo en la Antártida con un presupuesto de 30 millones de euros y abierta el pasado 28 de febrero, supone un doble reto: científico y existencial. La zona habitada más próxima se encuentra a 700 kilómetros y los víveres son suministrados dos veces al año. Los investigadores allí desplazados suman 73 en los tres meses de verano (solo dos mujeres, una de ellas la responsable de la base), y 16 en el inacabable invierno austral. Estos últimos tendrán que soportar 105 días sin ver salir el sol, temperaturas de más de 50 grados bajo cero, tormentas de nieve y vientos de 160 kilómetros por hora.
La vida de la gente allí (reflejada en el documental de 2008 Encuentros en el fin del mundo, de Werner Herzog) pone a prueba la capacidad de la arquitectura para explorar caminos: experimentación, bagaje técnico, imaginería futurista, prefabricación, ergonomía, sostenibilidad…
De ahí que algunos críticos hayan emparentado el diseño del Halley VI con proyectos visionarios como el de Ron Herron, miembro del colectivo de arquitectura experimental Archigram (en concreto, sus Ciudades andantes, de 1964, edificios con patas a medio camino entre parásitos y robots dotados de sentido). Pero Hugh Broughton descarta esta influencia y apunta a otra mucho más divertida, una serie de televisión de los años sesenta con marionetas, naves espaciales y Lady Penélope y su Rolls Royce rosa. “No reconocemos la influencia de Ron Herron”, dice, “y sí la de Gerry Anderson, el creador de Los guardianes del espacio (Thunderbirds). En concreto, los fantásticos dibujos de secciones en perspectiva de sus libros”.
Broughton no hace ninguna otra concesión y considera que el Halley VI es un proyecto “totalmente original”. Y el hecho de que se encuentre en el lugar más extremo del planeta, y que en su construcción haya tenido que rodearse de un complejísimo equipo (que incluyó a la firma de ingenieros Faber Maunsell, luego unida al gigante del diseño y la ingeniería Aecom), no le ha permitido entretenerse, dice, “con fantasiosas ideas sobre tal o cual aspecto del desarrollo del proyecto”.“Nos divierte la comparación con La guerra de las galaxias y otras películas de ciencia ficción, esto es inevitable, pero lo cierto es que no nos hemos fijado en ellas”.
Broughton, ganador asimismo del concurso de ampliación de la estación científica de verano española Juan Carlos I en la isla Livingstone, ha conseguido que su proyecto Halley VI se sume a la lista de arquitecturas fascinantes en la Antártida. Los ejemplos destacables incluyen la estación belga Princesa Isabel (que recuerda las casas con aspecto extraterrestre de John Lautner), la franco-italiana Concordia o la alemana Newmayer III. Sin olvidar la Halley V, atrapada por el hielo y ahora en desuso, o la mítica cúpula geodésica estadounidense Amundson-Scott, ya desmantelada. Y, claro está, como homenaje a los pioneros, la sencilla cabaña de Cape Royds en la que en 1908 se cobijaron los miembros de la expedición del explorador anglo-irlandés Ernest Shackleton (y que ha sido restaurada en 2008).
Pero es en el Halley VI, un ciempiés de siete módulos azules y uno rojo, donde brillan algunos rasgos que definirán la arquitectura del incierto futuro. En los módulos azules se alojan los laboratorios, las oficinas, las plantas de energía y los dormitorios. El módulo rojo está dedicado a la vida social, a las áreas comunes y de descanso, y cuenta con un bar y un gran ventanal. “Lo primordial en el diseño interior fue pensar en cómo ayudar al equipo a soportar los largos inviernos. Por eso nos concentramos obsesivamente en una miríada de matices”, dice Broughton. Y el arquitecto va enumerando algunos de ellos: “Los dormitorios fueron diseñados para ser confortables, pero no tan confortables como para erosionar el sentido de comunidad. Grandes áreas acristaladas permiten vistas al hielo y al cielo para extasiarse con las espectaculares auroras australes. Los colores fueron seleccionados en colaboración con un psicólogo especialista en cromatismo a fin de combatir los efectos debilitadores del trastorno afectivo estacional. Se escogieron láminas de madera que sueltan agradables aromas naturales para que los residentes se acuerden de la naturaleza en ese entorno sin plantas. En los dormitorios se instaló un dispositivo luminoso especial que simula el amanecer y utiliza una función de alarma para ajustar lentamente el equilibro de los glóbulos rojos y blancos de la gente cuando se despierta en los largos meses de invierno”.
Levantar la base científica supuso además un desafío en conceptos como ligereza y serialización. Desde un centro de productos prefabricados en Sudáfrica, las piezas estructurales fueron transportadas en unidades con cargas de no más de nueve toneladas. Se trataba de evitar la rotura de la placa de hielo flotante sobre la que se asienta la estación científica, en la banquisa de Brunt (que se mueve unos 400 metros al año hacia el mar). De hecho, los módulos pueden ser remolcados por bulldozers y reubicados hacia el interior de la banquisa en caso de que la meseta de hielo amenace con romperse. Los módulos se componen de una estructura de acero revestida con placas de plástico reforzado con fibra de vidrio altamente aislante. La base está separada en dos por motivos de seguridad. Los módulos se alzan sobre esquís gigantes y piernas hidráulicamente activadas que permiten una elevación anual sobre el nivel de la nieve caída.
El autor de este texto es Andrés Fernández Rubio. Leer noticia completa y ver hilo de debate en elpais.com.
La estación de Reino Unido Halley VI, proyectada por su equipo en la Antártida con un presupuesto de 30 millones de euros y abierta el pasado 28 de febrero, supone un doble reto: científico y existencial. La zona habitada más próxima se encuentra a 700 kilómetros y los víveres son suministrados dos veces al año. Los investigadores allí desplazados suman 73 en los tres meses de verano (solo dos mujeres, una de ellas la responsable de la base), y 16 en el inacabable invierno austral. Estos últimos tendrán que soportar 105 días sin ver salir el sol, temperaturas de más de 50 grados bajo cero, tormentas de nieve y vientos de 160 kilómetros por hora.
La vida de la gente allí (reflejada en el documental de 2008 Encuentros en el fin del mundo, de Werner Herzog) pone a prueba la capacidad de la arquitectura para explorar caminos: experimentación, bagaje técnico, imaginería futurista, prefabricación, ergonomía, sostenibilidad…
De ahí que algunos críticos hayan emparentado el diseño del Halley VI con proyectos visionarios como el de Ron Herron, miembro del colectivo de arquitectura experimental Archigram (en concreto, sus Ciudades andantes, de 1964, edificios con patas a medio camino entre parásitos y robots dotados de sentido). Pero Hugh Broughton descarta esta influencia y apunta a otra mucho más divertida, una serie de televisión de los años sesenta con marionetas, naves espaciales y Lady Penélope y su Rolls Royce rosa. “No reconocemos la influencia de Ron Herron”, dice, “y sí la de Gerry Anderson, el creador de Los guardianes del espacio (Thunderbirds). En concreto, los fantásticos dibujos de secciones en perspectiva de sus libros”.
Broughton no hace ninguna otra concesión y considera que el Halley VI es un proyecto “totalmente original”. Y el hecho de que se encuentre en el lugar más extremo del planeta, y que en su construcción haya tenido que rodearse de un complejísimo equipo (que incluyó a la firma de ingenieros Faber Maunsell, luego unida al gigante del diseño y la ingeniería Aecom), no le ha permitido entretenerse, dice, “con fantasiosas ideas sobre tal o cual aspecto del desarrollo del proyecto”.“Nos divierte la comparación con La guerra de las galaxias y otras películas de ciencia ficción, esto es inevitable, pero lo cierto es que no nos hemos fijado en ellas”.
Broughton, ganador asimismo del concurso de ampliación de la estación científica de verano española Juan Carlos I en la isla Livingstone, ha conseguido que su proyecto Halley VI se sume a la lista de arquitecturas fascinantes en la Antártida. Los ejemplos destacables incluyen la estación belga Princesa Isabel (que recuerda las casas con aspecto extraterrestre de John Lautner), la franco-italiana Concordia o la alemana Newmayer III. Sin olvidar la Halley V, atrapada por el hielo y ahora en desuso, o la mítica cúpula geodésica estadounidense Amundson-Scott, ya desmantelada. Y, claro está, como homenaje a los pioneros, la sencilla cabaña de Cape Royds en la que en 1908 se cobijaron los miembros de la expedición del explorador anglo-irlandés Ernest Shackleton (y que ha sido restaurada en 2008).
Pero es en el Halley VI, un ciempiés de siete módulos azules y uno rojo, donde brillan algunos rasgos que definirán la arquitectura del incierto futuro. En los módulos azules se alojan los laboratorios, las oficinas, las plantas de energía y los dormitorios. El módulo rojo está dedicado a la vida social, a las áreas comunes y de descanso, y cuenta con un bar y un gran ventanal. “Lo primordial en el diseño interior fue pensar en cómo ayudar al equipo a soportar los largos inviernos. Por eso nos concentramos obsesivamente en una miríada de matices”, dice Broughton. Y el arquitecto va enumerando algunos de ellos: “Los dormitorios fueron diseñados para ser confortables, pero no tan confortables como para erosionar el sentido de comunidad. Grandes áreas acristaladas permiten vistas al hielo y al cielo para extasiarse con las espectaculares auroras australes. Los colores fueron seleccionados en colaboración con un psicólogo especialista en cromatismo a fin de combatir los efectos debilitadores del trastorno afectivo estacional. Se escogieron láminas de madera que sueltan agradables aromas naturales para que los residentes se acuerden de la naturaleza en ese entorno sin plantas. En los dormitorios se instaló un dispositivo luminoso especial que simula el amanecer y utiliza una función de alarma para ajustar lentamente el equilibro de los glóbulos rojos y blancos de la gente cuando se despierta en los largos meses de invierno”.
Levantar la base científica supuso además un desafío en conceptos como ligereza y serialización. Desde un centro de productos prefabricados en Sudáfrica, las piezas estructurales fueron transportadas en unidades con cargas de no más de nueve toneladas. Se trataba de evitar la rotura de la placa de hielo flotante sobre la que se asienta la estación científica, en la banquisa de Brunt (que se mueve unos 400 metros al año hacia el mar). De hecho, los módulos pueden ser remolcados por bulldozers y reubicados hacia el interior de la banquisa en caso de que la meseta de hielo amenace con romperse. Los módulos se componen de una estructura de acero revestida con placas de plástico reforzado con fibra de vidrio altamente aislante. La base está separada en dos por motivos de seguridad. Los módulos se alzan sobre esquís gigantes y piernas hidráulicamente activadas que permiten una elevación anual sobre el nivel de la nieve caída.
El autor de este texto es Andrés Fernández Rubio. Leer noticia completa y ver hilo de debate en elpais.com.
El Sis Doble no corregeix els escrits que rep. La reproducció d'aquest text és literal; fidel a les paraules, redacció , ortografia i sentit de l'autor/s
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