La encontré | Relato literario de Eva Borondo
Lo que leí me paró la respiración, empecé a sudar y tuve que apoyarme en la pared
Yo soy, por lo general, un hombre de ideas y de acción, poco dado a detenerme en las cosas que me rodean, especialmente porque siempre me falta tiempo, en este tipo de vida. Pero ese día era diferente, porque tenía un rato para tomarme una cerveza y una tapa de jamón en el bar de la esquina, lo cual me daba algo de tiempo para reflexionar sobre mis cosas.
Sentado en la barra, la vi tomando café en una mesa con otra chica. Me fijé en ella porque tenía unos gestos coquetos, como de las películas de los años cuarenta y supe que la conocía. No recordaba cuándo ni cómo, pero entre nosotros había existido una relación poco convencional que no sabría definir.
Ella me miraba desde su mesa, a ratos, pero sabía que no me veía bien la cara porque es bastante miope, de eso me acordaba, con lo que seguí observándola con la intención de descubrir quién era. La amiga hablaba sin parar y ella movía la cabeza, afirmando, pero con la mente en otro lugar, quizás escuchando la música del bar. En un momento cogió una servilleta azul y escribió algo que metió inmediatamente en el bolso.
Después de una hora, aproximadamente, las dos chicas se levantaron de la mesa y salieron fuera; mientras, yo pagaba y me dispuse a seguirlas. En cuanto crucé la puerta, ella ya se había quedado sola y se dirigía directa a algún sitio.
Al principio, andando por el centro de la ciudad, se paraba de cuando en cuando a mirar algún escaparate, con cara de despistada, sin embargo, después de un rato, empezó a caminar rápido hacia alguna dirección.
Subió al tranvía y, en ese momento, decidí que mi aventura de espionaje debía terminar ahí, aunque la fuerza de la curiosidad me impulsó a seguirla pensando que la recordaría si, al menos, consiguiera ver dónde vivía.
Después tomó un autobús y siguió caminando por una calle amplia, que dejaba a un lado un parque y, a otro, un edificio grande, feo y gris de Telefónica. Luego sacó una llave y entró en el edificio.
Tenía la certeza de que no era su casa, sino la de su abuela, aunque sí había vivido antes allí, durante años.
Ese era un buen momento para haber dejado las cosas como estaban, pero quería llegar al final del asunto. Llamé al portero, pasé el soportal y cogí el ascensor. En el rellano del piso, volví a llamar y ella me abrió la puerta.
– ¿Sí?
– Hola, vengo por la Asociación del distrito. Es para informarle de una excursión para los mayores que hay este sábado.
– Espere un momento.
Me cerró la puerta en la cara, ya sabía que era muy desconfiada y, a los pocos segundos, me abrió la abuela; una mujer bajita y gordita con cara y voz de ángel, pero ella ya no estaba a la vista.
Entonces dije en voz alta:
– Usted puede ir con su abuela si quiere…
– No, gracias – dijo ella con una sonrisa mientras asomaba la cabeza por una puerta. Luego volvió a desaparecer.
La abuela me dijo que la esperara un momento, que iba a apuntar el día y la hora en una libreta y yo, viendo que no iba a llegar más lejos de donde había llegado, metí la mano en el bolso que había abandonado en una mesita al entrar y saqué la servilleta azul del bar.
Me despedí y nada más salir del edificio abrí la servilleta. Lo que leí me paró la respiración, empecé a sudar y tuve que apoyarme en la pared. Las palabras estaban escritas con claridad: “Yo soy, por lo general, un hombre de ideas y de acción…”.
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