La muerte del dragón Pierre Duval (I) | Relato literario de Eva Borondo
“Un número infinito de carromatos, transportando todas las almas del mundo, se dirigía a la fortaleza del Sueño Eterno”
Pierre Duvall estaba a punto de morir. Esa certeza era producto de diversos síntomas. En primer lugar, dejó de oír todo lo que ocurría a su alrededor, pues las vibraciones que emitían sus tímpanos no fueron recibidas por su cerebro en forma de descargas eléctricas, y, además, sus ojos percibían las imágenes que se sucedían en fotogramas con fondo rosado. Estaba a punto de desvanecerse, pero aún tuvo tiempo de sentir el eco de su respiración, que era en lo único que se concentraba su mente en esos momentos en los que sentía que se le escapaba la vida.
En los instantes siguientes, comenzó a recoger los indicios que le demostraban que había dejado el mundo conocido para adentrarse en los confines de la muerte de la manera en que se suele hacer, en un fundido en negro que duró un tiempo indeterminado. Luego, sucedió que su cuerpo cayó desde lo alto en uno de los carromatos infinitos que se dirigían, por un camino, a la fortaleza del Sueño Eterno.
Dejó de oír su propia respiración y en su lugar en sus oídos retumbaban los crujidos de ruedas de madera sobre pedregal que, tan bronco, parecía que se despeñara un barril cuesta abajo. Pierre yacía sobre numerosos cuerpos de personas, todas amontonadas, a las que no podía ver, pues no le era posible abrir sus propios ojos ni mover sus miembros y solamente el contacto piel con piel le daba cuenta de que no estaba solo en ese carro.
Sus extremidades, que se esparcían de forma poco natural por la caída desde lo alto, saltaban al ritmo del traqueteo constante y su cuerpo se iba alejando de la parte más segura en la cual llegó en un primer momento. Perdía la estabilidad en el carromato a cada bache del camino, aproximándose al borde, y se desprendió del todo cuando le cayó encima una lluvia humana de durmientes. Resbaló y se dio un golpe con el suelo. Abrió los ojos por primera vez y descubrió el mundo de lo desconocido, el paraje de los muertos. Se hallaba en una llanura extensa que serpenteaba una vereda irregular, sobre la cual, un número infinito de carromatos, transportando todas las almas del mundo, se dirigía a la fortaleza del Sueño Eterno.
Era un lugar absolutamente desolador, pedregoso, bajo un cielo color del bronce, con matices amarillos y verdosos, inmóvil, pues allá en lo alto, permanecían, como dibujadas, unas estelas de nubes de azufre en un fondo sepia que se eclipsaba a cada momento por la caída de las almas, antes vivas, que se desprendían de lo alto como lluvia negra.
Desde el suelo, alzó la vista para observar lo que parecían sombras junto a los carros, pero que en realidad se trataba de “roedores”, almas perdidas que, como él mismo, en el viaje hacia la fortaleza, habían resbalado, por la presión de la lluvia de más cuerpos inertes, y habían terminado en el suelo transformándose en seres errantes impelidos por el deseo de conseguir recuerdos de las almas caídas. (Continuará) #p#ierreduval
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