Una nueva firma viene a enriquecer hoy nuestro diario y el equipo de articulistas. Se trata de María Jesús López Latorre, profesora de Psicología y Criminología en la Universidad de Valencia. Bienvenida a tu casa.
El primer paso para comprender qué es la violencia consiste en establecer una definición clara y precisa de este término. Así pues, podemos definirla como “cualquier acción u omisión que pretende herir física, sexual o psicológicamente a alguien o algo”. Conductas como pegar a otros, dar golpes, pellizcos y empujones, burlarse, amenazar o insultar, son ejemplos de conductas violentas.
De la anterior definición podemos señalar algunos aspectos que hacen de la violencia un problema sobre el que hay que actuar. Hay implícita una clara intencionalidad, y daña o puede dañar a cosas o personas. Cuando ambos aspectos se unen a una edad temprana, hablamos de violencia infantil.
Es cierto que a muchos niños pequeños les resulta muy difícil prestar sus juguetes y ser considerados o generosos con los demás. De hecho, no resulta raro observar que cuando juegan entre ellos y surgen conflictos (inevitables en las relaciones con los demás), reaccionan a menudo pegando o agrediéndose. Muchas de estas reacciones son comportamientos que se producen con gran frecuencia en determinadas etapas del desarrollo infantil, especialmente en los dos primeros años de vida, donde con bastante probabilidad el niño se comportará llorando, pataleando o golpeando ante cualquier frustración. Ahora bien, aunque las conductas anteriores no nos deben alarmar innecesariamente, eso no significa que ante la violencia manifestada por un niño debamos adoptar actitudes de indiferencia o pasividad. Aunque a veces pensemos que son chiquilladas y que estas conductas se corregirán con el tiempo, la violencia no es una conducta admisible en el niño.
Por tanto, este no es un problema trivial y no sólo porque todo acto violento causa un claro sufrimiento al que resulta agredido. En muchos casos, los niños que pegan, empujan, insultan… son niños frustrados y rechazos por parte del grupo de amigos y no se encuentran a gusto ni consigo mismos ni con los demás. En otras ocasiones, son los padres del agredido los que intervienen en el conflicto, enfrentándose o llamando la atención a los padres del agresor, de tal forma que lo que empezó como un problema entre niños se convierte en un problema entre adultos, llegando -afortunadamente, en situaciones extremas- a producirse una espiral de incomprensión, acusaciones y etiquetamiento del niño como violento y conflictivo. Lo cierto es que si el niño va creciendo y no le ayudamos a corregir su comportamiento inadecuado, es muy probable que llegue a tener problemas en el futuro: fracaso académico, relaciones con los demás conflictivas, conductas violentas en la adolescencia, y una amplia variedad de dificultades sociales y emocionales en su etapa adulta.
Entonces, ¿somos los padres, en parte, responsables de la violencia de nuestros hijos? ¿Podemos ayudarles a no ser violentos? La respuesta a ambas cuestiones es SÍ. A ninguno de nosotros nos gusta sentirnos responsables de este problema, pero la educación que reciben nuestros hijos y las experiencias que tienen en la familia influyen sobre su inclinación o no hacia la violencia. Aunque, obviamente, en algunos casos los comportamientos caracterizados por la violencia y la agresión están relacionados con factores genéticamente determinados, en la mayoría de las ocasiones estos comportamientos son una consecuencia del estilo de socialización que el sujeto recibe a lo largo de su vida. E incluso cuando el niño cuenta con características individuales que le pueden predisponer a la violencia, los padres podemos actuar para mitigarlas y para que no se conviertan en un modo violento de relacionarse con el entorno. El primer paso para lograrlo, es ser conscientes del problema (no negarlo, ni excusar al niño cuando se comporta inadecuadamente) y evitar todos aquellos factores procedentes del entorno familiar que están relacionados con el aprendizaje de la violencia. Entre estos últimos voy a señalar dos:
En primer lugar, las actitudes y conductas de los padres. Si los padres en su interacción mutua y en la relación con los hijos, son modelos frecuentes de actitudes y conductas violentas, el niño aprenderá a comportarse como lo hacen sus padres. Si además, éstos premian esas mismas disposiciones en los hijos y/o ignoran los comportamientos que pudieran ser valorados como responsables y adecuados para su edad, el niño crecerá con un repertorio de conductas donde lo difícil será encontrar comportamientos prosociales.
Y, en segundo lugar, las prácticas disciplinarias de los padres con respecto a los hijos. Los padres de niños agresivos se caracterizan, entre otros aspectos, por una tendencia a ser muy poco exigentes o muy duros en sus prácticas disciplinarias, y por otra, a ser inconsistentes o incongruentes en su comportamiento. Los padres que utilizan medidas disciplinarias laxas o permisivas son aquellos que no dicen ni hacen nada aunque vean a su hijo comportarse inadecuadamente, mientras que los que utilizan medidas disciplinarias rígidas y autoritarias son los que tienden a usar el castigo de modo recurrente como único procedimiento para corregir la conducta. En cuanto a la incongruencia en el comportamiento de los padres, ésta puede manifestarse de varias formas: por ejemplo, cuando ante una manifestación violenta del niño que desaprueban, tratan de castigarla con amenazas o con agresión física. ¿No resulta contradictorio castigar la violencia con violencia? Aunque esta reacción habitual suele funcionar momentáneamente, a la larga parece generar incluso más hostilidad en el niño, además de ser en sí misma una fuente de modelamiento de comportamiento violento. Otra forma en que suele expresarse la incongruencia es cuando ante el comportamiento agresivo del niño, unas veces es castigado y otras ignorado, o bien cuando uno de los padres lo aprueba y el otro lo desaprueba. En ambas situaciones, al niño no se le están dando pautas claras de conducta, no sabe qué puede y qué no puede hacer, por lo que puede experimentar una sensación de incoherencia al carecer de un marco de referencia adecuado.
“Los padres tenemos que poner límites al comportamiento inadecuado,
no podemos tener miedo a decir NO”
También es importante mencionar que algunos padres recompensan inadvertidamente la conducta inapropiada por medio de la atención, e ignoran la conducta adecuada. Cuando hacen esto, pueden estar aplicando -sin saberlo-, uno de los reforzadores más poderosos que existen para incrementar la probabilidad de ocurrencia de una determinada conducta. Me refiero a la atención prestada al niño tras la emisión de la conducta violenta. Muchos niños actúan de este modo para conseguir la atención de los adultos o de otros niños, de tal forma que aunque la intención sea castigar la conducta inadecuada (p.e. riñéndole) el sólo hecho de prestarle atención actúa como un reforzador positivo y no como un castigo. Esto es todavía más evidente cuando al niño no se le presta atención por su comportamiento correcto.
Los padres en nuestra tarea de ayudar a crecer a nuestros hijos, tenemos que poner límites al comportamiento inadecuado, no podemos tener miedo a decir “NO” (no les vamos a frustrar por ello), debemos explicar o razonar con nuestros hijos lo que está bien y lo que es inadmisible. Los niños deben aprender que no vamos a tolerar ninguna muestra de violencia por su parte y que con ese modo de actuar no van a conseguir lo que pretenden (obtener algún objeto, evitar que les molesten, expresar fuerza y poder…).
Si no actuamos adecuadamente ante estos comportamientos (de modo inmediato al acto violento y siempre de forma proporcional al mismo), corremos el riesgo de que aprendan que la violencia les sirve para hacer frente a la frustración (inevitable en el desarrollo humano) o que es un medio válido para conseguir metas y resolver conflictos.
Límites, cariño, amor, seguridad…, son el mejor antídoto contra toda manifestación violenta. Y, por supuesto, no podemos olvidarnos de felicitarles más a menudo: cuando se portan bien, cuando comparten algún juguete, cuando ayudan a otros niños, cuando juegan solos y nos dejan trabajar…, cualquier refuerzo y modelado de conductas adecuadas servirán de alternativa a las violentas.
Para concluir quisiera compartir con vosotros un aspecto que me preocupa especialmente: no podemos delegar en el colegio y exigir a la escuela lo que como padres somos incapaces de hacer o nos creemos incapaces de lograr. El colegio puede y debe ayudar a nuestros hijos a ser maduros y responsables, pero somos nosotros, los padres, los que tenemos que dotar a nuestros hijos de las herramientas necesarias para crecer de un modo no violento. Aunque para ello necesitemos una gran dosis de paciencia, humor y mucha ternura.
María Jesús López Latorre
Profesora de Psicología y Criminología
Universidad de Valencia