Momento | Relato literario de Eva Borondo
“El anciano camina paralelo a las paredes de las casas que le brindan medio grado menos de temperatura”
- No se debe salir de casa a las cuatro de la tarde en verano. No aquí. Allá por el norte sí, menos en Madrid, que dicen también que hace mucho calor. Y yo no salgo por gusto, que soy viejo. Este pueblo se vuelve fantasma y ni por las rejas de las casas se escucha un sonido. Todas mantienen las persianas cerradas.
El anciano presta atención. Únicamente oye sus pisadas por la calle de adoquines y su respiración agitada por la empinada cuesta. Se detiene, mira al cielo guiñando los ojos y se alerta. Debe caminar más despacio. Hace mucho calor.
-¿Dónde demonios se habrá metido Joaquinito?
Llegando a la plaza las trincheras de sombra se hacen minúsculas y el sol invade todo el espacio visible. Aún así el anciano camina paralelo a las paredes de las casas que le brindan medio grado menos de temperatura.
Joaquinito viene subiendo la cuesta con un polo de limón entre sus manos churretosas. Parece un pequeño dios de la mitología con el poder de resistir las brasas del sol. Se escapó travieso con unas monedas y fue a comprar su antojo. Valiente y sin pedir permiso, es un pequeño guerrero con alma de gominola.
El anciano lo llama con voz firme, pero de abuelo. Le da un coscorrón y le tira suave de una oreja. Lo manda para casa y le avisa que vaya por la sombra.
Se le ocurre al viejo entrar al casino y ver quién hay. Tres hombres solitarios que se sitúan separados estratégicamente, como el final de un juego de damas.
Uno es el mecánico, que no aparta la vista del televisor que cuelga de la pared. Hay fútbol de tercera división, pero lo sigue con entusiasmo. Su mujer sólo le permite ver en casa hasta la segunda división.
Al mecánico le gusta gritar comentarios de las jugadas desde su posición privilegiada, apoyado en la barra un codo y parte del brazo. Los otros dos hombres lo ignoran, pero no el camarero, que sin otro entretenimiento mejor, va de la cocina a la barra sudando la gota gorda.
Otro es un viejo de unos ochenta años, viudo, que bebe con rostro arrugado un vino caliente y dulce de la comarca. Le da para mucho toda su vida y, mientras espera que den la seis de la tarde y se empiece a llenar el casino, repasa, como si le fuera a llegar la muerte de un momento a otro, toda su maldita existencia.
El tercer hombre no es un habitual, parece extranjero. Seguro que trabaja en la fresa. Ha decidido beberse las últimas monedas que le quedan después de haberse gastado todo su jornal en una maquinita tragaperras.
El abuelo saluda al camarero y al mecánico. Sale del casino y vuelve al camino empedrado que le lleva a su casa. Al cerrar la puerta el viejo de ochenta años lo mira con gesto ceñudo. El golpe lo despertó. De nuevo, vuelve a su copa y a sus memorias.
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