• “Si en el jardín del Edén hubiera existido el fútbol, Adán no se habría comido el fruto prohibido”
Sucedió en Brasil, donde el fútbol es pan y evangelio: un hombre que estaba con su hijo haciendo la fila para ver jugar a Flamengo descubrió, de repente, que había olvidado los dos boletos.
Como vivían cerca, el hijo fue corriendo a buscar los billetes, mientras el padre permaneció en la cola, afuera del estadio. Cuando el muchacho llegó a la casa, encontró a su madre en la cama con un tipo. El niño tomó los dos boletos y, sin decir nada, partió como un rayo al reencuentro con su papá.
—Papi, te tengo una noticia muy mala —dijo el chico, jadeante.
—¿Cuál es? —preguntó el viejo, más concentrado en su pequeño radio que en el anuncio de su hijo.
—Encontré a mi mamá en la cama con un señor.
—Yo te tengo una noticia peor —repuso el padre—: ¡imagínate que no va a jugar Zico!
En Argentina, donde el fútbol es también una fiebre de 40 grados, Roberto Fontanarrosa, el genial caricaturista, nos presenta a una vieja gorda que, en una tribuna repleta, exclama: “En realidad, a mí el fútbol no me gusta, pero yo insisto en venir a la cancha, a ver si en una de esas hay un gol y mi marido me abraza”.
Los dos chistes nos recuerdan el antiguo alejamiento de varones y hembras a causa del fútbol, un deporte que nosotros adoramos y que ellas consideran la versión moderna del anticristo. Para las mujeres, se trata de un juego menos divertido que una hernia, en el que 23 idiotas –—árbitro incluido— corren como lunáticos detrás de una pelota. Para nosotros, en cambio, la existencia de un día tan tedioso como el domingo sólo se justifica por el fútbol. El estadio —lo digo a nombre de todos los hombres— es el templo de una liturgia en la cual la fe es estable y sincera. Tanto así que hemos podido preservarla aunque se marcharon sacerdotes esenciales como Pelé y Maradona, y muy a pesar de que el fútbol se haya convertido en un híbrido de hípica con lucha libre. En cualquier caso, es una religión tan humana que tolera a los dioses falibles y admite el odio, la felicidad de ver al prójimo con el ánimo destrozado.
¿Qué es la alegría?, le preguntaron una vez al expresidente chileno Salvador Allende, frente al televisor de su casa, y él contestó sin vacilar: “La alegría se llama gol”. Su esposa, que estaba cerca, esperaba quizá que la respuesta fuera un cumplido para ella. Pero no hubo tal porque, en esas instancias, los hombres no tenemos ojos sino para el partido. Inclusive podría asegurar que si en el Jardín del Edén hubiera existido el fútbol, Adán no se habría comido el fruto prohibido y, por tanto, no estaríamos condenados a conseguir el pan con sudor y lágrimas. Me pregunto, a propósito, qué suerte habría corrido el mito de la paciencia de Penélope si Ulises, su marido, en vez de permanecer diez años peleando la Guerra de Troya, se hubiera ausentado un domingo —uno solo— para ir al estadio. El autor de este texto es Alberto Salcedo Ramos. Leer noticia completa y ver hilo de debate en elmalpensante.com.