Olvidar | Relato literario de Eva Borondo
“Ella esperaba todas las tardes en la misma estación de un pueblo pequeño a que llegara su amor”
El mejor lugar para estar triste y llorar es una estación de cualquier lugar del mundo, habitada por personas que no ven a nadie porque están de paso, caminando por pasillos de transición permanente. Es el mejor lugar para andar con la cara enrojecida y los ojos hinchados por el sofoco de un llanto que a nadie le importa, porque la transición exige rapidez, horarios, escaleras, relojes, pitidos y, sólo en la espera de un asiento público, aquellos autómatas ocupan la mirada con revistas y libros o la fijan en alguna persona especial o prestan sus sentidos a algún acontecimiento monótono, como el sonido de los secadores de mano, que intermitentemente resoplan escondidos tras la puerta de un servicio.
Y, a pesar de la indiferencia natural de los transeúntes, se es consciente de un sentimiento comunal de pertenencia a una raza efímera de quienes van, de quienes se mueven tarde o temprano para desaparecer en vagones que repiten viajes con distintos pasajeros.
Penélope era diferente a todos los extraños viajeros, a todas esas personas que no tardarían en marcharse a algún lugar. Ella esperaba todas las tardes en la misma estación de un pueblo pequeño a que llegara su amor, que la había dejado en el andén un día de hacía varios años con la promesa de volver pronto.
Un día festivo y lluvioso, huyendo de la estación abarrotada, quiso salir fuera con su paraguas. Mientras caminaba no atendía los charcos de la zona espaciosa, que se había quedado vacía por causa de un retraso anunciado.
Ella siempre esperaba sentada dentro y su primera vez en el exterior, en el lado de los anónimos errantes, creyó entonces percibir un olor especial. No eran las piedras mojadas sobre las que descansaban los raíles, ni tampoco los limoneros secos y verdes o el humo de tabaco de un hombre impaciente, sino que se trataba de un aroma distinto, venido de otras tierras y que permanecía en el aire por el incansable paso de los caminantes, que lo mantenían flotando en la atmósfera de la vieja estación.
De repente, la gente empezó a agolparse en el andén ante la expectante llegada de uno de los trenes de largo recorrido.
Cuando el tren paró, Penélope no sabe si fue arrastrada por el tumulto o quizás sus pies la dirigieron en un baile torpe hasta la entrada de uno de los vagones, de lo que sí está segura es de haber subido con la ayuda de una mano grande que la sujetó fuerte en el momento en el que, debido a un engaño óptico causado por la velocidad, los ejes de las ruedas del tren empezaron a perder su forma de aspas.
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