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Neurociencia | ¿Por qué decimos palabrotas cuando nos enfadamos?
El síndrome de Tourette hace que fallen de forma permanente y se digan palabras obscenas
¿De qué depende que haya personas a las que le guste el color rojo más que el azul? ¿O que haya unas muy habladoras y otras muy taciturnas? La visión general de los científicos es que el comportamiento, los gustos y la forma de ser no nos llegan por sorteo, al menos no del todo. Sino que son resultado de la herencia de unos genes, a través de los cuales nuestros antepasados nos dejan algunos rasgos característicos, y de la influencia del medio ambiente que nos rodea sobre estos genes que hemos heredado. Tanto unos como otros, determinan la estructura y el funcionamiento del sistema nervioso, dirigido por el encéfalo, y del sistema endocrino, en el que las hormonas juegan un papel clave. Aparte, claro está, hay que contar con la enorme influencia del aprendizaje, la educación y el entorno social y cultural, que le dan forma al carácter de una persona como unas manos tallan una figura de barro en el torno del alfarero. Sabiendo todo esto, y quizás convertidos en cartógrafos de un océano inmenso, los investigadores trazan mapas cerebrales e identifican áreas implicadas en comportamientos determinados. Se sabe que, de forma rutinaria, como por ejemplo cuando se lee un artículo en un periódico, varias zonas separadas del cerebro participan para llevar a cabo un mismo proceso mental. Por ejemplo, en el caso del periódico, hay regiones del cerebro que cooperan para descifrar la imagen que llega a la retina, mientras otras interpretan las letras y las palabras y luego construyen un sentido, que además puede traernos recuerdos o hacernos pensar. Pero a veces, esas regiones cerebrales no funcionan en armonía y, como si estuvieran en combate, unas se imponen a otras. Es el caso de lo que ocurre cuando nos enfadamos a lo largo de una discusión y podemos llegar a alzar la voz, a decir palabrotas o incluso a insultar a la otra persona. ¿Por qué ocurre esto?
«La ira o cualquier emoción intensa se experimenta en áreas subcorticales, y estas pueden bloquear la capacidad de integración, regulación y autocontrol del lóbulo prefrontal», explica la psicóloga Leticia Vázquez, de Psicólogos Eleva. Según dice, este lóbulo es la estructura cerebral más implicada en el autocontrol, donde «se regulan las sensaciones del cuerpo y las emociones, donde se integran los valores morales para decidir la mejor pauta de actuación (….) y donde más conciencia tenemos de nuestras emociones, sentimientos, recuerdos y creencias».
Es decir, cuando nos enfadamos, vamos perdiendo capacidad de discernimiento y se va haciendo más probable que adoptemos comportamientos agresivos, como alzar la voz, pegar algún golpe o soltar tacos o insultos. Y , tal como explica la psicóloga, nuestro centinela del autocontrol también se inactiva «cuando se consume alcohol u otras sustancias», por lo que estás más deshinibido puede facilitar no solo la pérdida de timidez sino también que recurramos a la violencia con más facilidad.
La ira: una respuesta defensiva
Una vez que se alcanza ese estado de enfado, tal como se explica en «Psicobiología de la violencia», editado por Luis Moya Albiol, «la ira o cólera reflejaría un estado de activación que implica patrones particulares del sistema nervioso autónomo (SNA) y del tono muscular, que darían lugar a una disminución en el umbral para la agresión». En esta situación se produce «un estado emocional que incluye malestar y consiste en sentimientos subjetivos que varían en intensidad, desde la irritación moderada o enfado hasta la furia intensa o furor».
Se considera que este tipo de violencia impulsiva, muy distinta de la premeditada, va asociada a la ira y al miedo, y que es una «respuesta defensiva que forma parte del repertorio adaptativo de la conducta humana», pero que puede llegar a «ser patológica cuando las respuestas agresivas son exageradas frente al estímulo que ha provocado la reacción».
Por fortuna, de forma habitual, «inhibimos muchos impulsos que podrían ser desaprobados por el entorno social, como son los derivados de la ira o la sexualidad inapropiada», según Leticia Vázquez. Esta capacidad de controlarse es inexistente en los primeros meses de vida y comienza a desarrollarse durante la infancia: «gradualmente el niño practica la tolerancia a la frustración y va desarrollando su capacidad de autocontrol». Leer noticia completa en abc.es
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