A mediados de 1981, un niño británico llamado Patrick Bossert, que contaba apenas trece años de edad, colaba su primer libro en las listas de bestsellers de medio mundo. Ni siquiera había terminado el colegio, pero solamente durante los primeros meses de publicación los derechos le permitieron ganar el equivalente de unos cien mil euros actuales. Alrededor de veinte ediciones del original inglés se habían agotado a final de año, más las diversas traducciones a otros idiomas. Era el escritor más joven que había aparecido en esas listas desde que se estandarizaron las estadísticas sobre ventas de libros en los años cuarenta. El libro escrito por un colegial que había llamado tanto la atención no era la estremecedora narración en primera persona de acontecimientos vitales dramáticos, ni tampoco una original revelación en algún género literario, ni siquiera un cuento infantil. Su libro se titulaba sencillamente Tú también puedes resolver el cubo.
No fue el único escritor en hacerse de oro aprovechando el tirón de un hexaedro de colores que estaba causando furor a lo largo y ancho del globo. Una de las listas de ventas más importantes a nivel mundial es la que elabora el periódico New York Times. Pues bien: por aquella época llegaron a figurar tres libros de la misma temática entre los cinco primeros más vendidos… los tres al mismo tiempo. Algo completamente insólito. El mercado estaba saturado de libros que hablaban sobre el cubo. Sobre cómo resolver el cubo. Sobre qué hacer con el cubo. Todo giraba alrededor del cubo.
Y créanlo, para mucha gente era importante obtener una respuesta a los misterios del susodicho cubo. El diabólico artefacto estaba sacando de quicio a cientos de millones de personas, generando una fiebre cultural de masas que no conocía parangón. Ni la Beatlemanía, ni los primeros años de la televisión, y es posible que ni siquiera las grandes revoluciones comunistas del siglo XX hayan movido a tanta gente al mismo tiempo como aquel cubo. Sin abandonar el polvoriento pilón de ejemplares del New York Times de 1981 podíamos leer una curiosa anécdota que ilustraba a la perfección el estado mental de medio planeta: un buen día, en la concurrida Quinta Avenida neoyorquina, un objeto salió volando a través de la ventanilla de un autobús municipal que realizaba su ruta diaria. El objeto cayó en mitad de la calle, bajo la mirada de los sorprendidos peatones, poco acostumbrados a que los autobuses ejerciesen como catapulta de bombardeo. ¿Qué había pasado? Los viajeros del bus narrarían más tarde lo que había sucedido en el interior: un hombre de mediana edad se había pasado el viaje intentando resolver el rompecabezas de los seis colores. A mitad de viaje, ante el asombro de quienes lo rodeaban, rompió el silencio pronunciando en voz alta la frase: «¡Al infierno con él! ¡Es imposible!», se giró hacia la ventanilla… y unos segundos después, su flamante cubo de colores terminaba sus días hecho pedazos sobre el asfalto neoyorquino.
Semejante reacción, claro está, solamente podía provocarla el cubo de Rubik. El que un individuo ya talludito viajase en autobús con un juguete entre manos no resultaba nada extraño en aquellos días. El cubo era mucho más que un juguete, era el objeto más parecido a un tótem cultural global que haya existido, excepción hecha del aparato de televisión, de algunos símbolos religiosos y poco más. Quienes conserven alguna memoria de aquellos tiempos no necesitarán que se les insista sobre el grado de obsesión que originó el cubo de Rubik en medio mundo. Leer noticia completa en
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