Ciertamente tiene el rostro de un francés; sin mover los labios pareciera que quiere pronunciar la “e” y la “o” al mismo tiempo que observa con sus pupilas perdidas la boca de quien habla. Esa boca que desaparece en eclipse detrás de una tacita blanca que la moja de café sin aroma, el mismo del que queda parte seco en una lágrima que viajó varios centímetros en la porcelana y que ahora presume desafiante por vencer la ley de la gravedad, pegada como está en horizontal.
La conversación continúa una vez que se hacen visibles los labios, pero el francés, que es francés porque hace tres gestos simultáneamente (pone morritos como si pronunciara una “u” en silencio, encoge los hombros y cierra los ojos un momento antes de que se vayan al cielo) no entiende casi nada.
El alemán, el de los labios eclipsados, se divierte con la frustración del francés, pero aminora el ritmo de su expresión con el fin de que el encuentro termine pronto.
Claude Morin le pasa con manos temblorosas un listado de nombres y domicilios. El papel cobra importancia en las manos del teniente germano, que lo examina cuidadosamente antes de levantarse para salir del salón.
Una hora después veinte agentes alemanes con rifle en ristre asaltan varias casas en París; en una cafetería lujosa, en el centro, un francés se pega un tiro. Pero así, sin vida, no está claro que sea francés y muchos alemanes reunidos empiezan a murmurar.
Una rubia que se llama Helene, que es curiosa y muy mentirosa, enseguida inventa un suicidio por amor y lagrimea mimosa por el humo del tabaco.