En un sillón de playa, junto a una piscina de grandes dimensiones, descansaba Samantha, bronceadísima y rubísima de bote. Sus piernas brillaban bajo el fuerte sol con las gotas de agua que no asimilaba su piel por la película de aceite que la cubría, incluso debajo del bikini fucsia y de sus gafas enormes y oscuras.
Mascaba chicle, y lo alternaba, absorbiendo con una pajita un cóctel cargado de vodka y escaso de limón.
Era la hora. Samantha se levantó del sillón y sin abandonar su copa se calzó sus sandalias e hizo malabarismos para abrigarse con una ligera bata de motivos asiáticos.
Luego arrastró sus piernas al interior de la casa y subió las escaleras en un balanceo de sinuosidad etílica.
Richard seguía vivo. Estaba dormido en la cama descansando sus ochenta y pico años, sin que nada lo perturbase. Las pastillas molidas en el zumo no habían sido suficientes.
Samantha volvió a bajar las escaleras maldiciendo con la lengua pesada.
Cogió una taza, porque ya no quedaban vasos y rehizo un nuevo mejunje tóxico para su esposo, subió y le dio de beber abriéndole la boca sin tacto, como a un guiñapo moribundo.
Samantha se lavó las manos en el fregadero y renovó su copa. Buscó la salida a la piscina, pero tropezó con la alfombra carmesí, cayó al suelo y quedó inconsciente.
Cuando despertó era de noche y Richard había tenido suficiente tiempo para recuperarse con un vómito espontáneo del envenenamiento que le había preparado su esposa, a la que miraba ahora con desprecio desde el sillón.