Tumbada | Relato literario de Eva Borondo
“Caminábamos en silencio y la hora de la tarde escogida nos cegaba levemente”
Tumbada en la parte de atrás del auto, con la ventana abierta y entrando el aire templado de la tarde, las aspas de molinos en mi interior cogían velocidad en el momento en que me acercaba a mi casa familiar. Giraban y giraban, y creo que incluso empecé a marearme.
Hacía años que ya no había un camino para alcanzar la cima donde estaba mi antiguo hogar y sorteando piedras y tierra subían con los ojos llenos de polvo por el sendero marcado a pie por el pastor del pueblo.
Nos paramos. El resto del camino se haría a pie, pero mientras mis hermanos me esperaban fuera yo me preguntaba si había sido una buena idea venir.
Caminábamos en silencio y la hora de la tarde escogida nos cegaba levemente.
Paso tras paso en subida irregular pisando piedras, protegidos escasamente por la sombra de naranjos y limoneros mustios, con sus frutos abiertos en el suelo y las moscas menudas agonizando del verano y preparándose para la época de vendimia.
El perro de mi padre que se para en la puerta a ladrar. Siempre ladra ronco y viejo. Molesta y nunca da la bienvenida. Es igual que él.
Y en la entrada la mujer de negro, la madre que no habla. En una postura rígida, apoyada en el marco de la puerta de entrada, como si fuera un relieve romano en mármol. Una dama fúnebre que vela un santuario.
Y al fin llego y no piso el umbral, pero me conducen atrás en la fatiga de un descenso ahora fresco, porque ya el sol se apartó del camino y se quedó flotando entre olivos viejos, multitud que adora el campanario de la villa.
La tierra se abre para engullirme en el cementerio. La familia observa y calla. Los vecinos acompañan y murmuran. Algún perro, quieto, olfatea.
Y me hundo bajo el peso de todos.
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