“¿Hay alguien ahí afuera? ¿Alguien escuchará?”
A lo largo de la historia, la guerra –elemento principal de ella por desgracia- ha dado lugar a las más diversas expresiones culturales y artísticas, amén de innúmeras producciones en las ciencias sociales. Y dentro de ellas, las que más han trascendido por su capacidad de impactar con mayor fuerza las fibras del alma humana, son aquellas manifestaciones del arte y la literatura que recogen el horror de la guerra victimizando la inocencia de un niño.
Y mencionar a los niños es inescindible de mencionar a las madres como que unos y otras sólo se explican en función recíproca. Por eso desde la icónica Pietá de Miguel Ángel en la escultura o la de Tiziano en la pintura hasta el Guernica de Picasso, pasando por infinitas producciones literarias, Ana Karenina y La Guerra y la Paz de León Tolstoi y La Madre de Máximo Gorki, dramatúrgicas como la épica Los fusiles de la Madre Carrar de Bertold Brecht, cinematográficas como Kamchatka y acciones heroicas como la de las madres de la Plaza de Mayo a propósito de las atrocidades de la dictadura argentina, siempre hay un hijo-niño y una madre cuyos sufrimientos se confunden, sólo que el de esta se proyecta a lo indecible, porque son dos. Tal el lazo inconsútil de este vínculo que ningún científico describió felizmente.
Pero en esto de los males de la guerra, hay que mirar con cuidado. Porque hay guerras que no lo son, sino que se aprovecha esa categoría nefasta para justificar los peores crímenes del odio. La guerra como un tercero impersonal, otro que no soy yo y que es el responsable de mis crímenes. Que de esta forma resultan dispensados. Lo hemos oído muchas veces en Colombia donde la descomposición del conflicto armado desde la bandería “legítima” del Estado ha escandalizado varias veces al mundo, al igual que en lo internacional donde genocidios como los de Irak, Afganistán y el que más, el de Palestina, son explicados por los victimarios con las fórmulas de “la guerra es así”, “estábamos en guerra”, o “son las consecuencias naturales de la guerra”. Sólo que en ninguno de los casos mencionados se trataba de guerra. Ni jurídica ni estratégica ni moralmente la había, pero esta resulta una buena coartada para adjudicarle a ese tercero la responsabilidad de los actos de ferocidad y barbarie, alegar una inocencia imposible y reclamar la consecuente indulgencia del mundo. “Es que la guerra es cruel, no se le envían caricias al enemigo”.
Y hay madres jóvenes, muy jóvenes; y las hay de mayor edad cuando ya no es la época de serlo, como Sara la de Isaac o aquellas que inesperadamente debieron retomar ese estado desde su condición de abuelas, cuando llorosas pero decididas asumieron el cuidado de los hijos de sus hijos asesinados o desaparecidos.
Porque hay madres de cinco años. No es una maternidad jubilosa, ni está acompañada de la ritualidad…
Son madres como las que enmarca esta nota. Pequeñas niñas palestinas abrumadas de angustia y de incertidumbre ante la responsabilidad adjudicada -¿quién, por qué, cómo? no lo entienden-, encargo que desborda artes y talentos de su frágil infancia.
Son las niñas palestinas de cinco años cuya mirada de zozobra ante el peso de la criatura de dos días de nacida que mal sostiene en sus brazos, dice de la madre común sacrificada tan pronto dio a luz. Mirada y gesto emulando en aflicción con el grito desesperado de la criatura que a esa edad no concibe y se pregunta sobre la perversidad del mundo al que fue arrojado. Leer noticia completa en
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